En una linda casita de un frondoso bosque vivía una mujer muy limpia y hacendosa.
Una mañana se dispuso a preparar la comida y echó un puñado de alubias en el puchero, a la vez que avivaba más el fuego, sirviéndose, como de costumbre, de un puñado de paja seca, lo que hacía levantarse rápidamente las llamas y prender mejor en los maderos de encima.
Luego, ya todo dispuesto, fue al establo a ocuparse de ordeñar a su única vaca...
La buena mujer no había advertido que al poner las judías en el puchero, una se le cayó al suelo, junto a una brizna de paja, arrastrada hasta allí por un soplo de viento.
A poco, y por estar el fuego muy vivo, saltó una pequeña ascua del hogar, cerca de la alubia y la pajita. Como la brasa era muy alegre y desenvuelta, dijo:
—Creo que los tres hemos escapado de una buena. La paja y yo estaríamos ya convertidas en humo y ceniza y tú, alubia, engordando y engordando en el agua para ir a parar al fin al estómago de tu ama... Y eso nos ocurrirá si nos encuentra aquí cuando venga...
De mutuo acuerdo, la paja, la brasa y la alubia decidieron correr mundo y librarse así del peligro que les amenazaba.
Dicho y hecho.
Abandonaron la casa y se internaron en el bosque.
Y anda que te andarás llegaron hasta la orilla de un profundo río, donde se detuvieron.
—No podremos cruzarlo —dijo la brasa—. Yo me apagaré, tú, paja, te mojarás y romperás y la judía se hinchará.
—Busquemos un puente o una pasarela —propuso la alubia.
Fue en vano. No había nada que permitiera cruzar la corriente de agua.
De pronto, la paja exclamó:
—¡Qué torpes somos! Yo seré el puente. Me pasáis por encima y luego tiráis fuerte de mí.
—¡Buena idea! —aprobó la brasa con entusiasmo—. Tiéndete ahora mismo que yo seré la primera...
Así lo hicieron, pero...
¡Oh, fatalidad!
La paja estaba muy seca y el ascua todavía muy ardiente. Además, la altura desde el improvisado puente al agua era grande y...
La brasa tuvo miedo y se detuvo. El calor se hizo tan intenso que en pocos segundos, ardiendo, la paja caía al río, arrastrando consigo a su compañera de fuga...
La alubia, que era gordota e insensata, en vez de apenarse por la triste suerte de sus amigas, rompió a reír mientras hipaba...
—¡Qué divertido es todo esto! A nadie más que ala brasa se le ocurre subirse encima de la paja... ¡Qué tontas han sido las dos! ¡Qué tontas!
Y reía y reía cada vez más fuerte, apretándose la tersa piel con las manos porque notaba fuertes dolores en la barriga...
Tantas y tan desaforadas fueron sus carcajadas y sus gritos que la alubia se rasgó por el centro del cuerpo. Y para colmo de males comenzó a llover.
Un hombre, de oficio sastre, que se cruzó con la judía, le dijo:
—¿Quieres que te cosa la herida? Si te entra agua engordarás como si te hubieran echado al puchero y acabarás reventando.
—Me haría un gran favor remendándome —fue la humilde respuesta—.
Me encuentro cansada y voy a tenderme un rato entre los matorrales.
Así lo hizo la buena alubia, y se quedó profundamente dormida.
Por ello, no pudo advertir que el aire la cubría de tierra, que caía una y otra vez la lluvia, que brillaba el sol...
Comenzó a germinar para convertirse en una hermosa planta de la que nacieron numerosos hijitos... ¡Todos ellos con una mancha negra en el centro del cuerpo, en recuerdo de la costura que el sastre hiciera a mamá judía!
Fíjate bien, amiguito, en las alubias que compra tu mamá y observa si tienen esa señal de que hemos hablado...
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