Y yo estaba allí,
realidad virtual o no,
en la inmensidad del mar,
en mi frágil barquito de papel,
confusión emocional o no,
en la temerosa oscuridad,
en mi frágil barquito imaginario.
Yo, que había sido el comandante del submarino...
Yo, que había sido el capitán del barco...
Yo, que había sido el timonel que seguía el rumbo adecuado...
Yo, que había sido el vigía que buscaba boyas y faros para que el barco navegara, para que no confundiera el rumbo, para que no encontrara obstáculos...
Yo, que había sido marinero, almacenero y sobrecargo...
Yo, que había sido socorrista, que había lanzado botes salvavidas a los náufragos...
Yo, que había sido el que nunca quiso abandonar el barco en 30 años...
Yo, que había sido el que confió en el jefe de máquinas, en el primer oficial, en el contramaestre, en los cocineros, en los barrenderos y en los mecánicos...
Yo, que había sido el que izaba y arriaba la bandera en la isla de El Mato.
Y ahora estaba allí, perdido como un náufrago.
Es nuestro mundo:
las urgencias se atienden,
los enfermos mueren, se entierran y son olvidados.
Y yo me sentía así,
sin faro,
sin boya,
sin ancla,
sin mástil,
sin bandera,
sin timón,
sin remos,
sin rumbo,
sin tripulación,
en mi frágil barquito de papel,
a la deriva navegando,
convencido de que lo había dado todo,
trabajando durante tantos años,
para acabar hundiéndome en el Mar del Desengaño.
Pero... ella siempre se mantuvo a mi lado.
Ya sé dónde está mi barco.
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