Tomás sabía construir una valla de troncos y sabía hacer una tortilla, pero no sabía leer. Tomás sabía hacer una mesa de un árbol y sabía hacer un dulce de jarabe de su savia, pero no sabía leer. Tomás sabía cómo cuidar los tomates, los pepinos y las mazorcas de maíz para que crecieran hermosas, pero no sabía leer. Tomás conocía las huellas de los animales las señales de las estaciones, pero no conocía las letras y las palabras.
Quiero aprender a leer —le dijo a su hermano José.
—Eres un hombre mayor, Tomás —le respondió José—. Tienes hijos y nietos y sabes hacer casi de todo.
—Pero no sé leer —insistió Tomás.
—Bueno —dijo José—. Pues aprende.
—Quiero aprender a leer —le dijo a Julia, su mujer.
—Eres maravilloso tal como eres —contestó Julia mientras le acariciaba la barba.
—Pero se puede ser aún mejor —replicó él.
—Pues aprende —le dijo su mujer, sonriéndole por encima de su labor de punto—. Así podrás leerme a mí.
—Quiero aprender a leer —le dijo Tomás a su viejo perro pastor.
El perro lo miró, y luego se echó en la alfombra, a los pies de Tomás. Tomás pensaba: "¿Cómo puedo aprender a leer? Mi hermano no puede enseñarme. Mi mujer no puede enseñarme. Este viejo perro no puede enseñarme. ¿Cómo aprenderé?
Tomás estuvo pensándolo un buen rato y al final sonrió.
A la mañana siguiente, Tomás se levantó al salir el sol e hizo el trabajo de la granja. Luego se lavó la cara y las manos, se peinó el pelo y la barba, y se puso su camisa preferida. Desayunó unas tostadas y se preparó un bocadillo para llevárselo. Después se despidió de Julia con un beso y salió de casa.
Encontró a un grupo de niños y niñas que también iban por el camino sombreado por los árboles. Cuando los niños entraron en la escuela, Tomás también entró. La señora García sonrió al verlo.
Quiero aprender a leer —le dijo.
Ella le indicó un asiento libre y Tomás se sentó.
—Niños y niñas —dijo la maestra—, hoy tenemos un nuevo alumno.
Tomás empezó por aprender las letras y los sonidos. Algunos niños le ayudaron. En el recreo, se sentó debajo de un árbol y enseñó a unos niños y niñas a imitar el canto del carbonero y el graznido de la oca, y les contó historias.
Pronto Tomás fue aprendiendo palabras. Todos los días copiaba los ejercicios en su cuaderno con esmero. A Tomás le gustaba mucho que la maestra o los niños mayores leyeran en voz alta en la clase. A veces, dibujaba mientras escuchaba.
Tomás estaba aprendiendo, pero también estaba enseñando. Enseñó a los niños a hacer tallas de madera con la navaja.
Y a la maestra le enseñó a hacer la mermelada de manzana y a silbar con los dientes.
Al cabo de un tiempo, Tomás ya iba juntando palabras y escribiendo sus propias historias. Escribió sobre cómo se salvó una pequeña ardilla. Escribió sobre el baño en el río. Escribió sobre el día en que conoció a su mujer. Julia miraba cómo Tomás hacía sus ejercicios en la mesa después de cenar.
—¿Cuándo vas a leerme algo? —le preguntó.
—Cuando llegue el momento —le contestó.
Un día, Tomás se llevó a casa un libro de poemas de la escuela. Los poemas trataban de árboles y nubes y ríos y ciervos ligeros. Tomás lo escondió debajo de su almohada. Aquella noche, cuando Julia y él se fueron a la cama, sacó el libro.
—Escucha —le dijo.
Leyó un poema sobre suaves pétalos y dulce perfume de rosas. Leyó un poema sobre olas que rompían en la orilla de la mar. Leyó un poema de amor. Julia miró a su marido a los ojos.
—¡Oh, Tomás! —dijo—. Quiero aprender a leer.
—Mañana, después del desayuno, cariño —le respondió sonriendo. Y apagó la luz.
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